Las seis de la mañana martillaban los resortes del viejo reloj de pared del pasillo. Las campanadas podían ser oídas desde el cuarto, en donde, desnudos y mirándose con dulzura, se hallaban terminando de amarse. La noche había sido realmente mágica, algo que nunca olvidarían. Quizá ninguno de los dos quisiese salir de allí jamás pero como cualquier sueño que se inicia, todo tiene su fin. Se acercaba la hora de despedirse y los dos lo sabían. En el mejor de los casos, volverían a verse en un par de inviernos. Izan debía saldar su deuda con el Intendente del puerto y éste le había ordenado embarcarse durante dos años en el Priston, uno de sus barcos que se dirigían a Puerto Nuevo en busca de mercancías.
Siempre había odiado la mar, nunca había viajado en barco y ni tan siquiera sabía nadar, pero aquella deuda contraída le obligaba a cumplir el encargo si no quería que la justicia, impartida por el mismo Intendente, les sacase su casa.
Kaira no quería que se fuese, tenía un mal presentimiento y hasta cierto punto le daba igual perderlo todo a cambio de estar juntos. Trató de persuadirlo, pero para Izan era muy importante conservar la casa que le habían dejado en herencia sus padres. Había costado mucho esfuerzo conseguirla y no sería él quien la perdiese. Además, era el hogar perfecto para formar su familia.
Siempre había odiado la mar, nunca había viajado en barco y ni tan siquiera sabía nadar, pero aquella deuda contraída le obligaba a cumplir el encargo si no quería que la justicia, impartida por el mismo Intendente, les sacase su casa.
Kaira no quería que se fuese, tenía un mal presentimiento y hasta cierto punto le daba igual perderlo todo a cambio de estar juntos. Trató de persuadirlo, pero para Izan era muy importante conservar la casa que le habían dejado en herencia sus padres. Había costado mucho esfuerzo conseguirla y no sería él quien la perdiese. Además, era el hogar perfecto para formar su familia.