Llego del trabajo. Está amaneciendo después de un largo turno de noche. Tengo el cuerpo dolorido por todas partes y mis ojos se resisten a realizar su cometido. Se quejan con tremendos picores y emborronan mi visión. Mis párpados pesan toneladas y cada vez que se derrumban me cuesta dios y ayuda subirlos, además, esos dolorosos ascensos se acompañan con tremendos picores como si miles de afiladas cuchillas revistiesen los mismos desde dentro.
Estoy frente a la puerta de mi piso, por fin. Antes de entrar, pienso. Si las zapatillas de mi mujer están ante la puerta de la habitación de la pequeña, entonces dormiré solo lo que queda de noche. Esa es la señal de que ella está dentro, cuidándola. Siempre hace lo mismo cuando la llama repetidas veces en medio de la noche.
Introduzco la llave y entro, despacio, sin hacer ni el más mínimo ruido, al más puro estilo Tedax, como si la entrada estuviese plagada de miles de minas antipersona. Paseo la mirada por el suelo en busca de aquellas pequeñas zapatillas, alumbrando con la leve luz de la pantalla de mi teléfono. Así es, ahí están, han debido pasar mala noche.